Soltando a nuestros hijos

Nuestros hijos son las personas que más alegrías y más disgustos nos proporcionarán a lo largo de nuestras vidas, pero también son las que más dependerán de nosotros y las que más exigirán de nuestra responsabilidad y amor más incondicional.

No hay ninguna regla que nos asegure que nuestros hijos serán perfectos así que deberemos de utilizar nuestra intuición, nuestro sentido común y todo el amor que sentimos por ellos para lograr que la aventura de ser padres y madres no se convierta en la peor de nuestras pesadillas.

La vida nos enseña a ser padres cuando lo somos y la experiencia de serlo no nos asegura que con los hijos siguientes lo hagamos mejor pues los que tenemos varios hijos sabemos de primera mano que ninguno de ellos tiene que ver con el anterior y que lo que nos sirvió con cada uno de ellos no nos sirvió para el que vino después.

En mi caso tengo tres hijas y cada una tiene un carácter y una personalidad completamente distintas y en su educación he tenido de actuar de diferentes maneras con cada una.

Además, ahora que son mayores, cada una de ellas tiene una relación diferente conmigo al igual que yo también tengo una distinta con cada una de ellas.

Pero lo que me ocurrió con las tres cuando se separaron de mi para volar por su cuenta, siempre fue lo mismo.

Pensé que no era el momento adecuado y me sentí mal cuando se fueron.

Había oído hablar del síndrome del nido vacío y nunca pensé que me fuese a pasar a mí.

Y la verdad es que no me sucedió porque para mi el ser madre no se convirtió nunca en mi propósito de vida.

Yo siempre sentí que era algo más que una madre aunque durante muchos años me dediqué al cuidado de mis hijas y al de nuestro hogar, además de trabajar en mi empleo remunerado.

Siempre sentí que necesitaba hacer más cosas aunque ese no era el momento adecuado para hacerlas.

Y ese momento llegó cuando la última de mis hijas se marchó a vivir con su pareja dejándome sola en la que había sido durante años nuestra casa.

Y aunque al principio me sentí mal, como cuando cada una de las anteriores se marcharon, tuve que aceptar la gran lección que cada una de ellas me enseñó: que las cosas nunca serían como yo quisiera que fuesen y que tendría que aceptar que esto era así si no quería sufrir.

También tuve que aprender a vivir sola, pues aunque durante años estuve sin pareja, nunca viví sola hasta que mi hija menor se fue de casa.

Evidentemente yo no estuve de acuerdo con las decisiones que tomaron cada una de ellas en su momento porque consideraba que eran muy jóvenes y que aún no era el momento para que se marchasen.

Pero debí de reconocer que, aunque era verdad que eran muy jóvenes, para mi nunca hubiera sido el momento adecuado por muchos años que tuvieran, porque a lo que verdaderamente tenía miedo era a soltar esa responsabilidad que sentía por mis hijas y también que aún no estaba preparada para sentir el dolor que me producía a mi misma al pensar que no estaban preparadas para tomar las decisiones hasta entonces había tomado yo.

En cierta forma lo tenía controlado y cuando cada una se iba de casa desaparecía la sensación de seguridad que sentía cuando las decisiones las tomaba solo yo.

Soltar del todo a los hijos es duro y creo que el dolor que nos supone cuando ese momento llega, solo puede superarse si nos preparamos para ello.

Es un acto de amor que requiere sacrificio por nuestra parte pues dejarlos solos lleva aparejada nuestra renuncia a intervenir en sus vidas para siempre como hasta entonces lo habíamos hecho.

El decicarme a las cosas que me gustaba hacer y para las que entonces tenía tiempo me ayudó a aceptar lo que todos los padres y madres tenemos que asumir antes o después: nuestros hijos no son posesiones nuestras.

Desde mi punto de vista mi tarea como madre es la de enseñar a mis hijas a que sean buenas personas y que se valgan por si mismas con responsabilidad, cuando llegue el momento de que lo hagan.

Y aquí termina mi misión. El resto lo tienen que poner ellas porque a partir de entonces son ellas las que tienen que tomar sus propias decisiones.

Tener un hijo es un acto de amor en si mismo y ese amor que sentimos por cada criatura que traemos a este mundo nunca se acaba aunque lo sintamos de manera diferente con el paso de los años.

Nunca dejarán de ser nuestros hijos aunque no los veamos las veces que nosotros quisiéramos, aunque no tengan la vida que a nosotros nos gustaría que tuvieran, aunque amen a otras personas y tengan sus propias familias, siempre sentirán por sus padres y madres ese amor especial que nosotros también sentimos por ellos aunque tengamos nuestras propias vidas que nos llenen por completo y ahora ellos solo sean una parte importante más de ellas.

Nuestros hijos, al igual que nosotros, nunca podrán dejar de amarnos y de necesitarnos pero lo harán de otra manera.

Al igual que nosotros necesitan vivir su propia experiencia de vida y acertar y equivocarse como nosotros hacemos para aprender las lecciones que hemos aprendido y que nos quedan aún por aprender, y que son las que nos han llevado a estar bien con nosotros mismos y a ser felices.

Y en esa experiencia los papeles principales los ocupan ellos y y las personas que han elegido que estén en sus vidas, al igual que nosotros hicimos en su momento.

Son sus parejas, sus propios hijos y sus amigos los que a partir de ahora les enseñarán lo que deben aprender en su propia experiencia.

Al igual que nosotros deberemos continuar aprendiendo en la nuestra, que ahora recupera ese papel principal que durante tanto tiempo compartimos con ellos y que ahora incluirá además a más personas con las que compartiremos más tiempo y nuevas experiencias.

Nunca dejaremos de ser la madre o el padre de…. pero tampoco dejaremos de ser nosotros mismos cada uno de nosotros.

Cuando somos padres nos abandonamos en cierta forma a nosotros mismos y ahora que no están nuestros hijos volvemos a reencontrarnos con nuestro ser de una manera más serena y más rica por todas las experiencias vividas.

Nuestra vida se vuelve diferente y viviremos otras que al igual que las anteriores nos seguirán enriqueciendo.

El amor de nuestros hijos jamás se irá mientras estemos vivos y aún después perdurará en ellos cada vez que piensen en nosotros y nos recuerden cuando ya no estemos con ellos.

Es el ciclo de la vida. Es sabia y pone a cada uno en su lugar y en las circunstancias que necesitamos para que aprendamos lo que debemos saber en esta experiencia que vinimos a vivir.

Y para que este ciclo no se rompa, y para que no suframos nosotros y hagamos que sufran nuestros hijos, solamente debemos soltarles y permitir que vivan su propia experiencia y por supuesto continuar viviendo la nuestra, solo que de otra manera pues ahora podremos dedicarnos más tiempo a nosotros mismos y a nuestra propia vida.

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